martes, 11 de diciembre de 2012

Un bostezo del infierno


Ya habían pasado más de ocho horas de viaje en autobús. La música ambiental dentro del vehículo resonaba con la glamorosa sinfonía de una canción desconocida. Para quienes padecemos de claustrofobia leve era demasiado agotador, y por demás desesperante, que el vehículo no hubiese hecho parada alguna en las estaciones de paso. El clima en el autobús se dibujaba grisáceo y pesado. Los vidrios de las ventanas se adornaban con serpentinas de llovizna que no amenazaban con acrecentarse. Yo miraba hacia atrás cómo el camino al horizonte se iba alejando. Era de tarde, seis y media aproximadamente. En cierta manera era cómodo que escasearan las personas pues daba oportunidad de subir los pies en el asiento junto a mí. Nunca sentí curiosidad por verle la cara al conductor; este era uno de esos viajes familiares en los que no se conversa con nadie y uno busca en qué distraerse en la espera del arribo a la costa. Inmersos en sus tabletas, celulares, revistas y libros, los compañeros de viaje permanecían enchufados a sus audífonos procurando un ambiente de desentendimiento en todo el autobús. Mientras tanto, yo repasaba mis notas en el mismo estado de indiferencia hacia el resto de los pasajeros. Aumentaban mis pausas para mirar el firmamento, embrujada con el gris plomo de las nubes sobre nuestras cabezas, los postes de cables de luz como austeros y fantasmas centinelas que amenazaban con guiarnos al mismo infierno.
En medio de mi contemplación estaba cuando noté que dejé de observar automóvil alguno hacía varios minutos. Hacia todos los horizontes visibles, el único vehículo era el nuestro. Y entonces se detuvo. Me extrañó demasiado ya que era un viaje directo y sin escalas. Me levanté de mi asiento para comentar tan raro acontecimiento con mi padre y mi hermano que me acompañaban  pero al mirarlos a la cara noté una total falta de expresión en sus rostros.
Les hablé a los dos preguntando su opinión sobre el comportamiento del autobús pero no recibí respuesta alguna. Me empecé a preocupar y les pregunté si se sentían enfermos pero no contestaron; tenían una expresión entre seria y triste, dirigiendo la vista hacia el frente pero con la mirada perdida. Era el mismo gesto en todos los pasajeros. Me aproximé a una señora de edad que se encontraba a dos asientos detrás de mí y a quien había escuchado por dos horas pasar intempestivamente las páginas del libro que leía. Le pregunté si sabía qué ocurría no me contestó. Su grueso libro ahora se encontraba sobre su regazo, cerrado y sin marcador, y la atención de la mujer se dirigía hacia el frente, con un sentimiento aletargado e inmóvil. Me molestó la grosería y me acerqué pues a un muchacho que se encontraba más adelante. Lo miré detenidamente antes de dirigirle la palabra y noté que se encontraba en el mismo estado que todos los demás; su tableta en las piernas seguía corriendo una película mientras en tipo solo veía hacia el frente. Pasé mi mano frente a sus ojos tratando de llamar su atención pero éste ni siquiera parpadeó.
Comencé a alterarme, a perder la paciencia, y decidí acercarme al conductor para preguntarle qué era lo que ocurría. Levanté la voz en tono de reclamo, le pregunté por qué había detenido el autobús, le demandé una explicación pero la expresión era la misma y desistí frustrada. Viré la vista hacia atrás y un escalofrío terrible se apoderó de mí al ver todas esas caras frías que miraban hacia el frente. Voltee a ver hacia el parabrisas, a ver qué era lo que llamaba tanto la atención de la gente, pero no había nada más que kilómetros de carretera vacía. Me acerqué a mi familia, los sacudí por los hombros pero no reaccionaron, ni un parpadeo, ni un movimiento. El terror me invadió. Era como si todos hubiesen entrado en una especie de trance. ¡Pero yo estaba bien!, ¿¡qué era lo que los tenía hipnotizados!?
En ese momento un chillido rechinó sobresaltándome de golpe y vi que la puerta frontal se abrió estrepitosamente. Salí sin pensarlo para tratar de conseguir ayuda. Gritaba con todas mis fuerzas pero fue en vano. Mi corazón se aceleraba velozmente mientras le daba vueltas como loca alrededor de la unidad y, en un instante, me estremeció en un solo latido. Observe hacia adelante con los ojos desorbitados. El espacio comenzó a oscurecerse cada vez más y el frío extremo calaba mis huesos. Las nubes metálicas se aglomeraban y procrearon centellas y relámpagos y el estruendoso fragor de un solo trueno estremeció la tierra.
Y el autobús comenzó a avanzar lentamente por la carretera hacia la tormenta. Corrí para alcanzarlo pero la puerta estaba cerrada. Agité mis brazos para hacerle señas al conductor pero éste hizo caso omiso de mis demandas. Y la tierra se abrió delante del autobús mientras yo lo perseguía con ansias gritando a mi padre y a mi hermano. Un enorme acantilado se abrió a unos cien o doscientos metros delante del vehículo, y del otro lado solo podían verse tinieblas y relámpagos.
El autobús aumentó su velocidad de manera que no pude alcanzarlo. Y en menos de lo que pude calcular se precipitó al vacío mientras yo lo observaba horrorizada desde la orilla. Se perdió de mi vista en un instante. Instante en el que partió un trueno el firmamento y la tierra se cerró tan perfectamente que en la  carretera no se podía identificar el sitio de la grieta. Me quedé sola en medio de la nada. La carretera adelante y atrás, y el monte a diestra y siniestra. Se reventó la última cuerda que sostenía mi razón. Eché a llorar amargamente mientras mi llanto era atropellado por una risa enloquecida al no creer lo que mis ojos habían visto. Y eso fue todo. Un simple bostezo del infierno.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Clave de sol


Fa mayor, mi menor...
el compositor deslizaba sus heridos dedos
a través de los tendones de la sollozante lira.

En su mente revoloteaban ideas vacías y espíritus vagos
que le impedían terminar con la más angustiosa estrofa de su existir.

Parecía como si el humo de su cigarrillo
se ahogara entre los profundos ríos en su brazo izquierdo
hasta drogarle el pensamiento
y apagar su cuarteada voz.

Su sangre interpretaba, amargamente,
ecos silenciosos de lo que parecía ser el último vuelo de aquel dorado halcón.

Ásperas lágrimas rozaban sus pálidos labios
y sería ese instante el que le daría la doceava campanada.

¡Yo nunca perdí el control!–, dijo
plasmando con dolorosa dificultad
las agonizantes notas de su vida
en un trozo de papel amarillento.

Es víctima de los días y los tiempos,
susurra cauteloso como escondido entre sus tragedias
inundando sus sentidos del veneno carmesí que corroe su armonía.

¡Pero desgarra el silencio!
¡Desgarra las afonías implorando tan sólo un segundo de piedad!

Con una mirada tenue...
un arpegio... 
un acorde...

Repite la misma estrofa...
el mismo verso...
sin encontrar secuencia alguna.

Esta bien,
como sea,
no interesa...
con las luces apagadas
el peligro es menor–.

Inhala el duro ambiente de tensión que lo rodea,
asfixiado en sus propios suspiros...
resignación.

La perfidia lo devora
la respiración se agota...

El ardor en sus partituras
desvaneció los somnolientos alaridos,
el narcótico de sus recuerdos
reventó la última cuerda.

El refugio de mis letras

Hola a todos mis lectores en potencia


El Orfanato es un blog creado principalmente para ser un lugar acogedor y seguro donde puedo dar asilo político a mis escritos, mis pequeños huérfanos indigentes que no han logrado recibir un techo seguro, que han sido rechazados por el canon patriarcal de los concursos literarios y a quienes se les ha negado la adopción dentro de la literatura impresa.

Mis retoños... Desde la más culpable y oscura de mis odas hasta los más pueriles e inocentes poemitas. Desde las más rabiosas adolescentes prosas poéticas, llenas de ímpetu y coraje, hasta dos o tres chistes necios que sonaren graciosos. Desde la más densa y profunda de mis contemplaciones catárticas y epifánicas hasta mis coquetas e ingeniosas intertextualidades. Poema, prosa, cuento, ensayo y todo aquel bodoque parido en sueño y letra que no tiene casita donde vivir.

¡Bienvenidos! Bienvenidos todos los desamparados a esta su casa/asilo/refugio/antología

ATTE: Cristina Alcalá Cámara, madre y tutora