Ya habían pasado más de
ocho horas de viaje en autobús. La música ambiental dentro del vehículo
resonaba con la glamorosa sinfonía de una canción desconocida. Para quienes
padecemos de claustrofobia leve era demasiado agotador, y por demás
desesperante, que el vehículo no hubiese hecho parada alguna en las estaciones
de paso. El clima en el autobús se dibujaba grisáceo y pesado. Los vidrios de
las ventanas se adornaban con serpentinas de llovizna que no amenazaban con
acrecentarse. Yo miraba hacia atrás cómo el camino al horizonte se iba
alejando. Era de tarde, seis y media aproximadamente. En cierta manera era
cómodo que escasearan las personas pues daba oportunidad de subir los pies en
el asiento junto a mí. Nunca sentí curiosidad por verle la cara al conductor;
este era uno de esos viajes familiares en los que no se conversa con nadie y
uno busca en qué distraerse en la espera del arribo a la costa. Inmersos en sus
tabletas, celulares, revistas y libros, los compañeros de viaje permanecían
enchufados a sus audífonos procurando un ambiente de desentendimiento en todo
el autobús. Mientras tanto, yo repasaba mis notas en el mismo estado de indiferencia
hacia el resto de los pasajeros. Aumentaban mis pausas para mirar el firmamento,
embrujada con el gris plomo de las nubes sobre nuestras cabezas, los postes de
cables de luz como austeros y fantasmas centinelas que amenazaban con guiarnos
al mismo infierno.
En medio de mi contemplación estaba cuando noté que dejé
de observar automóvil alguno hacía varios minutos. Hacia todos los horizontes
visibles, el único vehículo era el nuestro. Y entonces se detuvo. Me extrañó
demasiado ya que era un viaje directo y sin escalas. Me levanté de mi asiento
para comentar tan raro acontecimiento con mi padre y mi hermano que me
acompañaban pero al mirarlos a la cara
noté una total falta de expresión en sus rostros.
Les hablé a los dos preguntando su opinión sobre el
comportamiento del autobús pero no recibí respuesta alguna. Me empecé a
preocupar y les pregunté si se sentían enfermos pero no contestaron; tenían una
expresión entre seria y triste, dirigiendo la vista hacia el frente pero con la
mirada perdida. Era el mismo gesto en todos los pasajeros. Me aproximé a una
señora de edad que se encontraba a dos asientos detrás de mí y a quien había
escuchado por dos horas pasar intempestivamente las páginas del libro que leía.
Le pregunté si sabía qué ocurría no me contestó. Su grueso libro ahora se encontraba
sobre su regazo, cerrado y sin marcador, y la atención de la mujer se dirigía
hacia el frente, con un sentimiento aletargado e inmóvil. Me molestó la
grosería y me acerqué pues a un muchacho que se encontraba más adelante. Lo
miré detenidamente antes de dirigirle la palabra y noté que se encontraba en el
mismo estado que todos los demás; su tableta en las piernas seguía corriendo
una película mientras en tipo solo veía hacia el frente. Pasé mi mano frente a
sus ojos tratando de llamar su atención pero éste ni siquiera parpadeó.
Comencé a alterarme, a perder la paciencia, y decidí
acercarme al conductor para preguntarle qué era lo que ocurría. Levanté la voz
en tono de reclamo, le pregunté por qué había detenido el autobús, le demandé
una explicación pero la expresión era la misma y desistí frustrada. Viré la
vista hacia atrás y un escalofrío terrible se apoderó de mí al ver todas esas
caras frías que miraban hacia el frente. Voltee a ver hacia el parabrisas, a
ver qué era lo que llamaba tanto la atención de la gente, pero no había nada
más que kilómetros de carretera vacía. Me acerqué a mi familia, los sacudí por
los hombros pero no reaccionaron, ni un parpadeo, ni un movimiento. El terror
me invadió. Era como si todos hubiesen entrado en una especie de trance. ¡Pero yo
estaba bien!, ¿¡qué era lo que los tenía hipnotizados!?
En ese momento un chillido rechinó sobresaltándome
de golpe y vi que la puerta frontal se abrió estrepitosamente. Salí sin
pensarlo para tratar de conseguir ayuda. Gritaba con todas mis fuerzas pero fue
en vano. Mi corazón se aceleraba velozmente mientras le daba vueltas como loca alrededor
de la unidad y, en un instante, me estremeció en un solo latido. Observe hacia adelante
con los ojos desorbitados. El espacio comenzó a oscurecerse cada vez más y el frío
extremo calaba mis huesos. Las nubes metálicas se aglomeraban y procrearon
centellas y relámpagos y el estruendoso fragor de un solo trueno estremeció la
tierra.
Y el autobús comenzó a avanzar lentamente por la
carretera hacia la tormenta. Corrí para alcanzarlo pero la puerta estaba
cerrada. Agité mis brazos para hacerle señas al conductor pero éste hizo caso
omiso de mis demandas. Y la tierra se abrió delante del autobús mientras yo lo perseguía
con ansias gritando a mi padre y a mi hermano. Un enorme acantilado se abrió a
unos cien o doscientos metros delante del vehículo, y del otro lado solo podían
verse tinieblas y relámpagos.
El autobús aumentó su velocidad de manera que no
pude alcanzarlo. Y en menos de lo que pude calcular se precipitó al vacío
mientras yo lo observaba horrorizada desde la orilla. Se perdió de mi vista en
un instante. Instante en el que partió un trueno el firmamento y la tierra se
cerró tan perfectamente que en la
carretera no se podía identificar el sitio de la grieta. Me quedé sola
en medio de la nada. La carretera adelante y atrás, y el monte a diestra y
siniestra. Se reventó la última cuerda que sostenía mi razón. Eché a llorar
amargamente mientras mi llanto era atropellado por una risa enloquecida al no
creer lo que mis ojos habían visto. Y eso fue todo. Un simple bostezo del
infierno.